Los prejuicios los genera la sociedad y luego nos atormentan de manera individual. Generalmente, con los años, uno gana confianza en sí mismo, gana a la vez integridad y le afectan menos esos prejuicios. Entonces es cuando, por fin, puedes hacer las horteradas que tanto te avergonzaban, podrás amar a quien quieras, sea chico o chica, guapo o feo, rico o pobre. Y la autoestima subirá como si fuera una hormona en tu cuerpo cuando llega el calor, sintiéndote capaz de todo. Se adquiere un brillo especial que la gente realmente percibe, y se entra en un ciclo de mejora continua, triunfas allá donde vayas o haciendo lo que sea que hagas. Te miras en el espejo y te ves guapo, la ropa que te pongas te sienta genial, el tiempo corre a tu ritmo y te entran ganas de salir a la calle aunque sea solo a pasear, para que vean lo grande que eres.
¿Para que vean? Sí, porque al fin y al cabo, todo forma parte de nuestra función vital de relación. Todo lo que hagamos o cómo nos sintamos va a estar influenciado por algo externo a nosotros, chocando de frente con la virtud de la integridad. Por esta razón, nunca podremos estar siempre en lo alto y, pasaremos de ese mundo celeste a un mundo de estragos.

Y nadie es perfecto, nadie conseguirá jamás sumir en un vasto letargo a sus demonios. La única opción es hacer frente a ellos, convivir con tus defectos e intentar mejorar siempre. Mejorar sin límites. Lo mejor de no poder llegar nunca a ser perfectos, es que siempre nos podremos superar, siempre habrá una nueva sensación de bienestar que descubrir y en el momento en que caigamos, contar con que no solo hay un camino hacia esa cima platónica.
Elige tú mismo la escalera al paraíso.

No hay comentarios:
Publicar un comentario