Hoy me he
acordado de aquella ciudad donde en febrero el aire era caliente por las
noches. Donde las gaviotas que volaban se confundían con estrellas suspendidas en aquel cielo oscuro
y ligeramente anaranjado. Tengo grabada la imagen del castillo iluminado en lo
alto y tú señalándolo con la intención de subir a verlo. Hoy te escribo
escuchando nuestra canción favorita una y otra vez con los cascos que me
regalaste. Cómo se parece Pauline Croze a ti, quizás por eso me sienta tan bien
teniéndola siempre en el reproductor. Estoy al lado del pequeño Chouet, que
ahora ya es un labrador grande y muy tranquilo. Fuera está lloviendo mucho y en
la Météo han anunciado tormentas en
la zona de Nancy. Lo que te voy a contar hoy es una historia de amor reciente.
Había
suspendido la última asignatura que me quedaba para hacer un pleno. No me está
yendo nada bien en la facultad, tampoco con mi familia. Quiero irme ya de aquí,
pero me da miedo, me siento muy solo e indefenso. Esa tarde tuve una fuerte
discusión con mi padrastro y me marché a buscar a Jean. Parecía que las nubes
me habían contagiado sus ganas de llorar y las lágrimas luchaban por saltar afuera.
No estaba en casa y tampoco contestaba al móvil y acabé entrando a un bar de la
Grande Rue yo solo. Era un bar gay-friendly y el lugar era tranquilo y
agradable. Había sofás de piel, cojines
con plumas y las mesas, todas ellas con jarrones y flores, eran muy pequeñitas.
Me senté en la mesa más escondida que
encontré. Qué rabia me dio no dar con Jean, necesitaba fumar y olvidarme de lo
mal que estaba todo durante unos instantes. Así que me pedí una jarra de
cerveza negra y empecé a beber perdiéndome entre la música del bar, los
murmullos de la gente y los de mi conciencia. Luego empecé con el vodka y
cuando se me acabó el dinero me puse a llorar. A partir de aquí mi mente se
vuelve una maraña oscura, borrosa y espesa.
Cuando
desperté estaba en una habitación llena de muebles dispares y viejos. Me incorporé y sobre una cómoda de hierro vi
mis llaves y mi teléfono. Por una extraña razón no me encontraba mal, no había
resaca, ni malestar de ningún tipo. Salí de la habitación y un chico se giró y
se levantó del sofá del salón. Era un chico muy guapo, con una piel clara
aunque de aspecto saludable, con el pelo rubio pero oscuro y ligeramente
rizado. Parecía algo mayor que yo, y también era más alto. Se presentó de forma
alegre y bromeando sobre lo que le había hecho madrugar. Miré un reloj con
forma de dos tetas. De un pezón salían las agujas que marcaban las horas y del
otro había una aguja que no sabía qué debía de indicar. Eran las 8 de la
mañana.
Se llamaba
Iván.
Dijo que se
estaba meando y desapareció por un pasillo, dejándome de pie en medio del salón
con los engranajes que conformaban mi sistema nervioso intentando optimizar su
movimiento sin éxito. Cuando reapareció traía consigo una bandeja con galletas
y zumo. Llevaba unos pantalones de deporte cortos, tenía un vello fino en las
piernas, unas piernas fibradas. Tenía pinta de hacer bicicleta. Encendió un
aparato de música y sonó la canción Consolation Prizes de Phoenix. Y así empezó
a hablarme sobre él. Hablaba con voz suave, con seguridad y templanza, con una
expresión amable que le daba una bella forma a sus ojos turquesa… Estaba haciendo
prácticas en un hospital. Era médico y era español, de Alicante. Qué
casualidad, ¿verdad? Justo donde fuimos en nuestro último viaje
juntos.
Al final,
con vocecilla tímida y avergonzada le pregunté sobre cómo había ido a parar
allí. Me extendió la mano con una galleta con forma de flor que olía a mantequilla
y le dije que no me apetecía comer nada, así que mientras se iba metiendo
galletas en la boca me empezó a preguntar cosas sobre mí, sobre mis gustos, si
me gustaba la canción que había puesto o si quería otro estilo, ignorando por
completo la expresión de mi cara y la pregunta que al principio le había hecho.
Parte 1 de 2
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