lunes, 4 de marzo de 2013

Homenaje

Las mediterráneas aguas que bañan mi ciudad son tranquilas y dóciles en general, salvo excepciones: como esos días previos a la hormonada primavera, que al son del viento levantino, se rebelan como adolescentes haciendo estallar su imberbe furia contra las rocas de ese paseo por el que anduve y andaré infinidad de veces. Cerrar los ojos y verme apoyado sobre mis antebrazos en esa valla azul, escuchando un sonido inconfundible acariciar mis tímpanos es cosa fácil y placentera. El sonido de las olas romperse es algo tan característico de Alicante como estar bajo la luz de la luna y oler la brisa marina, y notar que acaricia los rizos de mi cabello.

Pero aunque el mar sea el acompañante de la en otro tiempo conocida como Akra, hay unos seres por los que sien
to respeto y admiración. Para mí son los guardianes de Alicante, han visto crecer la ciudad donde nací y han estado ahí, imperturbables, robustos, imponentes. Me refiero a los centenarios ficus que velan por las calles más céntricas y dan ese toque de elegancia que toda urbe merece.




Bajarse del tren, entrar en la ciudad y ver estos árboles a mi derecha produce un profundo confort a mi corazón. Me dicen que todo permanece estable, que no tengo de qué preocuparme. Ellos están ahí para hacerme sentir bien, sentirme seguro y en casa.
Recuerdo paseos cuando era pequeño, con un helado del Peret en la mano, pisando gigantes hojas en comparación a mis piececitos e ir levantando la mirada y, poco a poco, seguir con los ojos esos robustos troncos hasta una copa que lo cubría todo. Para mí Canalejas era el parque donde siempre era de noche, y si me cansaba de los días largos del verano, sólo tenía que correr hacia allí y abrazarme a esos troncos o buscar un agujero por el que meterme para llegar al mundo de las ardillas y los pájaros locos.

También hay muchos de estos ficus en Vinorús, porque estos guardianes son ideales para allí. Soldados que han sobrevivido a los bombardeos y que han tenido y tendrán niños de tantas generaciones intentando subir por ellos, con la ilusión de llegar a aquel poblado secreto entre sus ramas. ¿Cuántos pájaros imagináis que habrá en esas copas de diámetros desmesurados?

Ayer nació en mi estómago y luego se balanceó hacia arriba como el aire caliente un orgullo sano mientras volvía a mi casa y subía por la Rambla. Había mucha gente: unos entrando o saliendo de abarrotados bares, otros dando un paseo agarrados del brazo a la persona que aman, dirigiéndose algunos a lugares tan dispares... Probablemente para la gran mayoría en ese momento pasaba desapercibido, pero yo lo vi, en el Portal de Elche, erguido por encima de todos y observando una población en constante movimiento.

Cuán admirable es la longevidad de un árbol y su labor en nuestras vidas. Porque aunque muchas veces pasen desapercibidos seguro estoy de que todos nos aterrorizaríamos si alguna vez faltaran. Veríamos una ausencia irremplazable en su posición y nos sentiríamos más débiles, como faltos de algo, ahuecados. Esos árboles están ahí para todos y por eso merecen esta reseña. Son los ángeles de la guarda q
ue tiene la suerte de poseer Alicante.




Y qué ganas me han entrado tras todo esto de disfrutar de las suaves temperaturas alicantinas sentado en un banco de la plaza de Gabriel Miró cuando todavía haya suficiente luz. Sacaría una buena novela de la mochila y me pondría a leer con ellos, los eternos habitantes del parque. Compartiendo con ellos las vivencias de personajes ficticios, o mis desaventuras guardadas en la memoria. No podría imaginarme Vinorús sin ellos. Son mis guardianes, mis escuderos.

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